La casa

Después de tres años de ardua búsqueda, encontramos la finca de nuestros sueños (con mucha imaginación). En una pequeña aldea de irreductibles polenses, había una finca lo suficientemente grande para que nuestros caballos tuvieran un hogar confortable, un remanso de paz cerca de la civilización pero alejada del bullicio y ajetreo de los núcleos urbanos y las carreteras más transitadas. En ella, tras un roble centenario, una vieja casa abandonada. Como si el tiempo se hubiese detenido en ella, recordaba a las grandes casas de labranza de la época de nuestros abuelos: una cocina de lareira y cuadras para el ganado en la planta baja, y en la planta superior grandes habitaciones que hacían las funciones de taller de costura, comedor para eventos o de dormitorio para la familia, trabajadores temporeros o incluso algún huésped.

También contaba con sus edificaciones anexas propias de las labores de antaño: una palleira para guardar la herramienta y la hierba seca para los largos inviernos gallegos; un horno de piedra enorme, para hacer las grandes hornadas semanales propias de las familias numerosas y pudientes de entonces y un singular gallinero.

Con toda la ilusión del mundo, compramos este pequeño trocito de paraíso. No sabíamos la cantidad de aventuras que nos iban a suceder en el camino de hacerla nuestro hogar.